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Cómo funciona la mente de un corrupto: cuando los incentivos de lucro valen más que la ética
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Cómo funciona la mente de un corrupto: cuando los incentivos de lucro valen más que la ética
(rtve.es).- JOSÉ Á. CARPIO.- En el año 2000 se publicó un experimento social de laboratorio realizado en una universidad alemana. Un billete de 200 marcos (el equivalente a unos 100 euros) ha caído por el tubo del desagüe en las instalaciones de una sala de proyecciones. A cada uno de los sujetos del experimento se les pone en el escenario de llamar a un fontanero para recuperarlo, pagar a este por sus servicios y entregar el resto del dinero a su propietario.
Cada sujeto dispone de hasta diez ofertas de fontaneros a los que contratar, con tarifas de entre 20 y 200 marcos, de modo que cuanto más cara es la tarifa también hay una cantidad mayor como soborno. En esta tesitura, cada sujeto del experimento puede elegir en aras del interés del dueño del dinero o tomar la decisión de aceptar alguno de los presupuestos más caros, pagar al fontanero por sus servicios -solo el sujeto sabrá cuánto le han cobrado, así que no hay posibilidad de ser descubiertos- y quedarse una parte del dinero.
El resultado, demoledor para la ética. Solo el 12% de los sujetos se comportaron de manera perfectamente honesta; el 28% tomó el soborno máximo que permitían las ofertas, y la cantidad media de la que se apropió el 88% de los individuos corruptos fue de 85 marcos (unos 42 euros).
¿Corruptos por naturaleza?
“El ser humano es un animal con una tendencia biológica a la corrupción”, sostiene sin ambages Luis Fernández, profesor de psicología en la Universidad de Santiago de Compostela y autor del libro Psicología de la corrupción y los corruptos, “con tendencia a lo que llamaríamos ser un free-rider, o un gorrón, a aprovecharse del sudor de los demás”, y, llegado el extremo, “a aprovechar cualquier cargo en beneficio propio”.
¿Se puede explicar por qué la gente, sean ciudadanos de a pie, políticos o empresarios, deja de cumplir con la ley y se corrompe? Básicamente, el camino que lleva a la corrupción es una combinación de un entorno propicio, una oportunidad y un tipo de personalidad que, superando el temor a un posible castigo, antepone el beneficio individual al interés de los demás y al cumplimiento de la ley.
Una perogrullada, aunque es oportuno recordarlo: nadie está a salvo de convertirse en un ser corrupto. No pagar el IVA en una factura, intentar sobornar a un policía para eludir una multa o a un funcionario público para acelerar un trámite administrativo, fingir una enfermedad para no ir al trabajo, falsificar datos de un formulario para obtener un beneficio social…
Si bien puede parecer que hay “profesiones de riesgo” en el mundo de las finanzas, las grandes empresas o la política, como nos recuerdan a diario los medios con el ‘caso Bárcenas’ o el ‘caso de los ERE’, por citar dos ejemplos cercanos y recientes, la evidencia indica que todos llevamos un potencial corrupto dentro, según los expertos.
Personalidades narcisistas y antisociales, más propensas a la corrupción
Sin embargo, es también evidente que no todo el mundo que tiene la oportunidad de infringir la ley en beneficio propio lo hace. “Hay que tener también ciertos rasgos de personalidad. Intervienen variables contextuales y de personalidad unidas”, explica Helena Rodríguez, directora del centro de psicología Psiconet.
Hay ingredientes en la personalidad que agitan el cóctel y pueden desembocar en comportamientos corruptos si se dan unos condicionantes. Las investigaciones sobre el comportamiento humano y los trastornos de personalidad señalan dos: la personalidad narcisista y la antisocial.
El rasgo predominante de la personalidad narcisista es el egocentrismo, es decir, utilizar a los otros para fortalecer su autoestima y satisfacer sus deseos.
“Es un patrón de grandiosidad: los narcisistas sobrevaloran su valía personal y esperan que las otras personas atiendan a la alta estima en la que se apoyan. Son personas que necesitan sentirse admiradas, carecen de empatía y sobrevaloran sus capacidades, creen que son especiales y tienen muchas fantasías de éxito. Operan sobre la presunción de que el mero deseo de cualquier cosa justifica por sí mismo su posesión”, describe Helena Rodríguez.
La personalidad antisocial, por su parte, conlleva una frialdad emocional, una carencia de ética y un comportamiento basado en el engaño y la manipulación, sin remordimiento por las consecuencias de sus actos.
“Son personas a las que les gusta el poder, les activa la motivación de poder, de relaciones sociales o personales muy positivas pero falsas. Suelen ser personas extrovertidas, afables, pero todo eso pensando en su beneficio personal y conseguir lo que sea sin importar los medios”, explica el psicólogo Luis Fernández.
Un corrupto es una persona que realiza un proceso premeditado, razonado y calculado de costes y beneficios.
Estos rasgos dibujan un llamativo perfil de la personalidad corrupta, pero no hay que confundirse. “No quiere decir que todas las personas con estos trastornos sean malas o corruptas, simplemente se pone de manifiesto el elevado riesgo que supondría para una de estas personalidades enfrentarse a una situación propicia para la corrupción”, matiza Rodríguez.
De hecho, añade, “hay personas que han cometido estafas en sus lugares de trabajo y lo que demuestra un estudio posterior son rasgos de amoralidad, pero no un trastorno de personalidad”.
Todos los expertos dejan claro que estos rasgos no disculpan ni justifican los actos de corrupción, porque no tienen nada que ver con una enfermedad mental. “Un corrupto es una persona dentro de los límites de la razón, que realiza un proceso premeditado, razonado y calculado de costes y beneficios. No tiene nada de patología”, aclara Luis Fernández.
Corrupción, una cuenta de pérdidas y ganancias
El cálculo de pérdidas y beneficios lleva a otra dimensión útil para entender la corrupción, la económica, que establece que las personas que se corrompen son, ante todo, seres racionales.
Las personas se relacionan y toman decisiones en una interacción estratégica, es decir, en un intercambio de jugadas para conseguir un fin con el mayor beneficio posible y el mínimo coste. El homo sapiens maximiza resultados. El corrupto ve una oportunidad que implica una acción contraria a la ley o a la ética, y calcula los posibles resultados económicos: un beneficio o un lucro en caso de que no se le descubra y un coste o castigo, en forma de multa, cárcel, etc., si lo atrapan. De manera general, si el beneficio obtenido es mayor que el potencial coste de ser descubierto, se puede llevar a cabo la acción corrupta.
El acto corrupto comienza con la idea de cometerse una sola vez, pero si sale hay un incentivo para continuar.
“La corrupción muchas veces comienza con la idea de cometer una infracción una sola vez, pero si sale bien, si no es descubierto, hay un incentivo para incurrir de nuevo en esa conducta”, explica Antonio Argandoña, profesor de Economía y titular de la cátedra ‘la Caixa’ de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE.
“Por ejemplo, una empresa cuya actividad está vinculada con la administración y tiene la posibilidad de hacer un soborno para ganar un concurso público tiene éxito y nadie le descubre. En un contexto de un mundo cada vez más competitivo, a partir de ese momento tiene un incentivo para modificar su estrategia e ir en la próxima ocasión directamente con el sobre en la mano”.
Desde el punto de vista psicológico, se podría atribuir a esta conducta las características de una adicción, según la psicóloga Helena Rodríguez. “Del mismo modo que mojarse los labios en cerveza generaría un impulso irrefrenable en un alcohólico, administrar el dinero público puede ser una tentación incontrolable para algunas personas en determinadas situaciones. Incluso crea una tolerancia, de modo que se empiece por actos ilegales pequeños y que para conseguir el mismo placer se vayan cometiendo actos más importantes”.
¿’Prisioneros’ de una sociedad corrupta?
La teoría económica explica cómo una sociedad puede llegar a una situación de corrupción generalizada por medio del célebre dilema del prisionero, un problema básico de la teoría de juegos que muestra las consecuencias perniciosas de la decisión de no cooperar aunque ello vaya en perjuicio de todos.
“En un país donde todo el mundo es tramposo el incentivo para ser tramposo es mayor que donde todo el mundo es honrado. Si todos presumen de evadir impuestos, todos lo harán”, sintetiza a grandes rasgos Javier Díaz-Giménez, profesor de Economía en el IESE.
Por supuesto, este comportamiento es puramente egoísta y descuenta todos los perjuicios -en economía, externalidades negativas- de la corrupción generalizada en una sociedad: se reduce la productividad de las inversiones públicas, empeora la calidad de las infraestructuras, se reducen los ingresos del Gobierno por el dinero negro, expulsa a los inversores extranjeros, reduce los gastos públicos en áreas donde no haya un beneficio inmediato, etcétera.
En sentido contrario, también se puede alcanzar un equilibrio basado en la honradez, donde “se descubre, con el paso del tiempo, que todos están mejor si todo el mundo cumple. De este modo, se tiene una conciencia y todo el mundo sabe que si pillan a un tramposo hay mucha mayor sanción”, contrapone el profesor Díaz-Giménez.
Transparencia en la ley y en la sociedad
Para salir de esta espiral creciente y perniciosa hay al menos dos vías: imponer controles externos que hagan que la decisión de corromperse no salga rentable, a través por ejemplo de legislación a favor de la transparencia de las instituciones y las administraciones públicas; o un cambio en cómo se percibe el entorno, que la gente transforme su forma de ver la vida y de actuar. Dicho de otra manera, se trata de rendir cuentas a los demás o a la propia conciencia.
¿Y cómo? “A través de la educación a muy largo plazo se puede lograr un cambio. Lo que se puede hacer a corto plazo es construir instituciones sólidas, rigurosas, reformar el estado de Derecho para que el que lo haga la pague, y para eso hace falta un Gobierno que se tome en serio el tema, que dé mensajes claros y que se asuma que es prioritario elaborar normas y seguirlas”, afirma Manuel Villoria, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. “Para que esto se produzca no hace falta una crisis, sino que los políticos se pongan de acuerdo”, remacha.
El camino empieza en leyes como la de la transparencia, pero no es suficiente. Para Villoria y más voces políticas, como Transparencia Internacional, las reformas del sistema deberían incluir la Ley de Enjuiciamiento Criminal, para proteger a quienes denuncien la corrupción, sistemas más transparentes y controlados de los partidos políticos, establecer sistemas de control interno y de rendición de cuentas en los partidos políticos, garantizar la independencia del poder judicial, despolitizar los tribunales, y un largo etcétera.
Si se cambia la sensibilidad hacia la corrupción, se puede disminuir esta.
No todo ha de ser palo, también hay lugar para la zanahoria, recuerda el economista Javier Díaz-Giménez, que aboga también por incentivar el comportamiento honorable premiando de alguna manera a quien no cae en la tentación.
Aunque se puede tardar más de una generación en cambiar una cultura del “todo vale” es posible interiorizar otros principios. Para ello, según la psicóloga Helena Rodríguez, “se pueden trabajar las habilidades sociales y de empatía con los niños desde pequeños para fomentar una serie de valores morales, de vida gregaria, y que no lleguen a cometer actos ilegales”.
Crear una cultura profesional virtuosa
De este modo, las reglas del juego cambiarían para bien. “Si cambia la sensibilidad hacia la corrupción, los costes pueden ser mayores para el corrupto“, argumenta el profesor Argandoña. “Un cambio en la legislación o en la actitud de la gente pueden incrementar los costes de la corrupción porque ahora se está en la lupa del supervisor, hay más vigilancia, puede abrirse una investigación, surgir una denuncia del partido opositor… “.
Pero eso ha de calar en la mente de las personas y en la cultura de las organizaciones para crear, esta vez, un círculo virtuoso, como expone Javier Díaz-Giménez.
“Los valores de la cultura profesional de una empresa pueden ser imitados. Igual que una manzana podrida pudre el cesto, un ambiente profesional donde no hace falta tener el cuchillo entre los dientes, donde hay un buen ambiente crea más propensión a cooperar si se ve que los colegas también cooperan.”
Por si no había quedado claro, una sociedad con menos corrupción es una sociedad con más libertad de elección y, en consecuencia, más feliz, como prueba el último informe mundial de la felicidad publicado por la ONU, ranking en el que España ocupa el puesto 38 entre los 156 países estudiados.
La corrupción y la política: ‘verdades’ y ‘mentiras’ estadísticas
Debido a la actual situación económica y a la notoriedad de algunos casos de corrupción en nuestro país, la preocupación de los ciudadanos por este problema es creciente, hasta el punto de ser la segunda preocupación para los españoles, solo por detrás del paro, según la última encuesta del CIS.
Una cuestión en la que colaboran activamente los medios de comunicación, coinciden en señalar los estudios de opinión pública. A los escándalos de corrupción se une el uso que hacen de ellos los partidos como arma política contra sus adversarios y al eco mediático que reciben tanto las acciones de unos como las reacciones de otros.
La percepción de la corrupción es caldo de cultivo de más corrupción, en lo que termina siendo “un círculo vicioso muy peligroso”, sostiene Manuel Villoria, ya que “en un pensamiento de que los políticos y la administración son corruptos hay incentivos para jugar ese juego a fin de no quedar fuera del pastel”.
De todos modos, la atracción hacia la ‘picaresca’ cotidiana también es compatible con un repudio ciudadano de la corrupción política y económica. “La reacción ciudadana frente a la corrupción es de enorme indignación”, afirma Villoria.
“Es cierto que se ha votado a políticos corruptos en elecciones autonómicas o locales, aunque en esos casos han concurrido otras circunstancias -por ejemplo, el voto de castigo al Gobierno central- que hacen que la corrupción pase a un segundo plano”.
La preocupación por la corrupción tiene que ver mucho con la situación económica, advierte Manuel Villoria. “La gente empieza a indignarse con la corrupción cuando empieza la crisis económica. Aparece en las series del CIS como uno de los tres mayores problemas de los españoles cuando empieza a sentirse más la crisis económica y alcanza su nivel más alto cuando el desempleo se pone en el 26%”.
¿Significa eso que cuando la economía se recupere volveremos a ser más tolerantes con la corrupción? “Si no hay crisis económica, la gente no se indigna tanto” concede el profesor Villoria. Ocurre lo mismo cuando se considera a los políticos y a la clase política como uno de los problemas más importantes del país. Tiene que ver con una dimensión de resultados, más que con una condena moral”. De nuevo, cuestión de costes y beneficios.
Fuente: RTVE
Cada sujeto dispone de hasta diez ofertas de fontaneros a los que contratar, con tarifas de entre 20 y 200 marcos, de modo que cuanto más cara es la tarifa también hay una cantidad mayor como soborno. En esta tesitura, cada sujeto del experimento puede elegir en aras del interés del dueño del dinero o tomar la decisión de aceptar alguno de los presupuestos más caros, pagar al fontanero por sus servicios -solo el sujeto sabrá cuánto le han cobrado, así que no hay posibilidad de ser descubiertos- y quedarse una parte del dinero.
El resultado, demoledor para la ética. Solo el 12% de los sujetos se comportaron de manera perfectamente honesta; el 28% tomó el soborno máximo que permitían las ofertas, y la cantidad media de la que se apropió el 88% de los individuos corruptos fue de 85 marcos (unos 42 euros).
¿Corruptos por naturaleza?
“El ser humano es un animal con una tendencia biológica a la corrupción”, sostiene sin ambages Luis Fernández, profesor de psicología en la Universidad de Santiago de Compostela y autor del libro Psicología de la corrupción y los corruptos, “con tendencia a lo que llamaríamos ser un free-rider, o un gorrón, a aprovecharse del sudor de los demás”, y, llegado el extremo, “a aprovechar cualquier cargo en beneficio propio”.
¿Se puede explicar por qué la gente, sean ciudadanos de a pie, políticos o empresarios, deja de cumplir con la ley y se corrompe? Básicamente, el camino que lleva a la corrupción es una combinación de un entorno propicio, una oportunidad y un tipo de personalidad que, superando el temor a un posible castigo, antepone el beneficio individual al interés de los demás y al cumplimiento de la ley.
Una perogrullada, aunque es oportuno recordarlo: nadie está a salvo de convertirse en un ser corrupto. No pagar el IVA en una factura, intentar sobornar a un policía para eludir una multa o a un funcionario público para acelerar un trámite administrativo, fingir una enfermedad para no ir al trabajo, falsificar datos de un formulario para obtener un beneficio social…
Si bien puede parecer que hay “profesiones de riesgo” en el mundo de las finanzas, las grandes empresas o la política, como nos recuerdan a diario los medios con el ‘caso Bárcenas’ o el ‘caso de los ERE’, por citar dos ejemplos cercanos y recientes, la evidencia indica que todos llevamos un potencial corrupto dentro, según los expertos.
Personalidades narcisistas y antisociales, más propensas a la corrupción
Sin embargo, es también evidente que no todo el mundo que tiene la oportunidad de infringir la ley en beneficio propio lo hace. “Hay que tener también ciertos rasgos de personalidad. Intervienen variables contextuales y de personalidad unidas”, explica Helena Rodríguez, directora del centro de psicología Psiconet.
Hay ingredientes en la personalidad que agitan el cóctel y pueden desembocar en comportamientos corruptos si se dan unos condicionantes. Las investigaciones sobre el comportamiento humano y los trastornos de personalidad señalan dos: la personalidad narcisista y la antisocial.
El rasgo predominante de la personalidad narcisista es el egocentrismo, es decir, utilizar a los otros para fortalecer su autoestima y satisfacer sus deseos.
“Es un patrón de grandiosidad: los narcisistas sobrevaloran su valía personal y esperan que las otras personas atiendan a la alta estima en la que se apoyan. Son personas que necesitan sentirse admiradas, carecen de empatía y sobrevaloran sus capacidades, creen que son especiales y tienen muchas fantasías de éxito. Operan sobre la presunción de que el mero deseo de cualquier cosa justifica por sí mismo su posesión”, describe Helena Rodríguez.
La personalidad antisocial, por su parte, conlleva una frialdad emocional, una carencia de ética y un comportamiento basado en el engaño y la manipulación, sin remordimiento por las consecuencias de sus actos.
“Son personas a las que les gusta el poder, les activa la motivación de poder, de relaciones sociales o personales muy positivas pero falsas. Suelen ser personas extrovertidas, afables, pero todo eso pensando en su beneficio personal y conseguir lo que sea sin importar los medios”, explica el psicólogo Luis Fernández.
Un corrupto es una persona que realiza un proceso premeditado, razonado y calculado de costes y beneficios.
Estos rasgos dibujan un llamativo perfil de la personalidad corrupta, pero no hay que confundirse. “No quiere decir que todas las personas con estos trastornos sean malas o corruptas, simplemente se pone de manifiesto el elevado riesgo que supondría para una de estas personalidades enfrentarse a una situación propicia para la corrupción”, matiza Rodríguez.
De hecho, añade, “hay personas que han cometido estafas en sus lugares de trabajo y lo que demuestra un estudio posterior son rasgos de amoralidad, pero no un trastorno de personalidad”.
Todos los expertos dejan claro que estos rasgos no disculpan ni justifican los actos de corrupción, porque no tienen nada que ver con una enfermedad mental. “Un corrupto es una persona dentro de los límites de la razón, que realiza un proceso premeditado, razonado y calculado de costes y beneficios. No tiene nada de patología”, aclara Luis Fernández.
Corrupción, una cuenta de pérdidas y ganancias
El cálculo de pérdidas y beneficios lleva a otra dimensión útil para entender la corrupción, la económica, que establece que las personas que se corrompen son, ante todo, seres racionales.
Las personas se relacionan y toman decisiones en una interacción estratégica, es decir, en un intercambio de jugadas para conseguir un fin con el mayor beneficio posible y el mínimo coste. El homo sapiens maximiza resultados. El corrupto ve una oportunidad que implica una acción contraria a la ley o a la ética, y calcula los posibles resultados económicos: un beneficio o un lucro en caso de que no se le descubra y un coste o castigo, en forma de multa, cárcel, etc., si lo atrapan. De manera general, si el beneficio obtenido es mayor que el potencial coste de ser descubierto, se puede llevar a cabo la acción corrupta.
El acto corrupto comienza con la idea de cometerse una sola vez, pero si sale hay un incentivo para continuar.
“La corrupción muchas veces comienza con la idea de cometer una infracción una sola vez, pero si sale bien, si no es descubierto, hay un incentivo para incurrir de nuevo en esa conducta”, explica Antonio Argandoña, profesor de Economía y titular de la cátedra ‘la Caixa’ de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE.
“Por ejemplo, una empresa cuya actividad está vinculada con la administración y tiene la posibilidad de hacer un soborno para ganar un concurso público tiene éxito y nadie le descubre. En un contexto de un mundo cada vez más competitivo, a partir de ese momento tiene un incentivo para modificar su estrategia e ir en la próxima ocasión directamente con el sobre en la mano”.
Desde el punto de vista psicológico, se podría atribuir a esta conducta las características de una adicción, según la psicóloga Helena Rodríguez. “Del mismo modo que mojarse los labios en cerveza generaría un impulso irrefrenable en un alcohólico, administrar el dinero público puede ser una tentación incontrolable para algunas personas en determinadas situaciones. Incluso crea una tolerancia, de modo que se empiece por actos ilegales pequeños y que para conseguir el mismo placer se vayan cometiendo actos más importantes”.
¿’Prisioneros’ de una sociedad corrupta?
La teoría económica explica cómo una sociedad puede llegar a una situación de corrupción generalizada por medio del célebre dilema del prisionero, un problema básico de la teoría de juegos que muestra las consecuencias perniciosas de la decisión de no cooperar aunque ello vaya en perjuicio de todos.
“En un país donde todo el mundo es tramposo el incentivo para ser tramposo es mayor que donde todo el mundo es honrado. Si todos presumen de evadir impuestos, todos lo harán”, sintetiza a grandes rasgos Javier Díaz-Giménez, profesor de Economía en el IESE.
Por supuesto, este comportamiento es puramente egoísta y descuenta todos los perjuicios -en economía, externalidades negativas- de la corrupción generalizada en una sociedad: se reduce la productividad de las inversiones públicas, empeora la calidad de las infraestructuras, se reducen los ingresos del Gobierno por el dinero negro, expulsa a los inversores extranjeros, reduce los gastos públicos en áreas donde no haya un beneficio inmediato, etcétera.
En sentido contrario, también se puede alcanzar un equilibrio basado en la honradez, donde “se descubre, con el paso del tiempo, que todos están mejor si todo el mundo cumple. De este modo, se tiene una conciencia y todo el mundo sabe que si pillan a un tramposo hay mucha mayor sanción”, contrapone el profesor Díaz-Giménez.
Transparencia en la ley y en la sociedad
Para salir de esta espiral creciente y perniciosa hay al menos dos vías: imponer controles externos que hagan que la decisión de corromperse no salga rentable, a través por ejemplo de legislación a favor de la transparencia de las instituciones y las administraciones públicas; o un cambio en cómo se percibe el entorno, que la gente transforme su forma de ver la vida y de actuar. Dicho de otra manera, se trata de rendir cuentas a los demás o a la propia conciencia.
¿Y cómo? “A través de la educación a muy largo plazo se puede lograr un cambio. Lo que se puede hacer a corto plazo es construir instituciones sólidas, rigurosas, reformar el estado de Derecho para que el que lo haga la pague, y para eso hace falta un Gobierno que se tome en serio el tema, que dé mensajes claros y que se asuma que es prioritario elaborar normas y seguirlas”, afirma Manuel Villoria, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. “Para que esto se produzca no hace falta una crisis, sino que los políticos se pongan de acuerdo”, remacha.
El camino empieza en leyes como la de la transparencia, pero no es suficiente. Para Villoria y más voces políticas, como Transparencia Internacional, las reformas del sistema deberían incluir la Ley de Enjuiciamiento Criminal, para proteger a quienes denuncien la corrupción, sistemas más transparentes y controlados de los partidos políticos, establecer sistemas de control interno y de rendición de cuentas en los partidos políticos, garantizar la independencia del poder judicial, despolitizar los tribunales, y un largo etcétera.
Si se cambia la sensibilidad hacia la corrupción, se puede disminuir esta.
No todo ha de ser palo, también hay lugar para la zanahoria, recuerda el economista Javier Díaz-Giménez, que aboga también por incentivar el comportamiento honorable premiando de alguna manera a quien no cae en la tentación.
Aunque se puede tardar más de una generación en cambiar una cultura del “todo vale” es posible interiorizar otros principios. Para ello, según la psicóloga Helena Rodríguez, “se pueden trabajar las habilidades sociales y de empatía con los niños desde pequeños para fomentar una serie de valores morales, de vida gregaria, y que no lleguen a cometer actos ilegales”.
Crear una cultura profesional virtuosa
De este modo, las reglas del juego cambiarían para bien. “Si cambia la sensibilidad hacia la corrupción, los costes pueden ser mayores para el corrupto“, argumenta el profesor Argandoña. “Un cambio en la legislación o en la actitud de la gente pueden incrementar los costes de la corrupción porque ahora se está en la lupa del supervisor, hay más vigilancia, puede abrirse una investigación, surgir una denuncia del partido opositor… “.
Pero eso ha de calar en la mente de las personas y en la cultura de las organizaciones para crear, esta vez, un círculo virtuoso, como expone Javier Díaz-Giménez.
“Los valores de la cultura profesional de una empresa pueden ser imitados. Igual que una manzana podrida pudre el cesto, un ambiente profesional donde no hace falta tener el cuchillo entre los dientes, donde hay un buen ambiente crea más propensión a cooperar si se ve que los colegas también cooperan.”
Por si no había quedado claro, una sociedad con menos corrupción es una sociedad con más libertad de elección y, en consecuencia, más feliz, como prueba el último informe mundial de la felicidad publicado por la ONU, ranking en el que España ocupa el puesto 38 entre los 156 países estudiados.
La corrupción y la política: ‘verdades’ y ‘mentiras’ estadísticas
Debido a la actual situación económica y a la notoriedad de algunos casos de corrupción en nuestro país, la preocupación de los ciudadanos por este problema es creciente, hasta el punto de ser la segunda preocupación para los españoles, solo por detrás del paro, según la última encuesta del CIS.
Una cuestión en la que colaboran activamente los medios de comunicación, coinciden en señalar los estudios de opinión pública. A los escándalos de corrupción se une el uso que hacen de ellos los partidos como arma política contra sus adversarios y al eco mediático que reciben tanto las acciones de unos como las reacciones de otros.
La percepción de la corrupción es caldo de cultivo de más corrupción, en lo que termina siendo “un círculo vicioso muy peligroso”, sostiene Manuel Villoria, ya que “en un pensamiento de que los políticos y la administración son corruptos hay incentivos para jugar ese juego a fin de no quedar fuera del pastel”.
De todos modos, la atracción hacia la ‘picaresca’ cotidiana también es compatible con un repudio ciudadano de la corrupción política y económica. “La reacción ciudadana frente a la corrupción es de enorme indignación”, afirma Villoria.
“Es cierto que se ha votado a políticos corruptos en elecciones autonómicas o locales, aunque en esos casos han concurrido otras circunstancias -por ejemplo, el voto de castigo al Gobierno central- que hacen que la corrupción pase a un segundo plano”.
La preocupación por la corrupción tiene que ver mucho con la situación económica, advierte Manuel Villoria. “La gente empieza a indignarse con la corrupción cuando empieza la crisis económica. Aparece en las series del CIS como uno de los tres mayores problemas de los españoles cuando empieza a sentirse más la crisis económica y alcanza su nivel más alto cuando el desempleo se pone en el 26%”.
¿Significa eso que cuando la economía se recupere volveremos a ser más tolerantes con la corrupción? “Si no hay crisis económica, la gente no se indigna tanto” concede el profesor Villoria. Ocurre lo mismo cuando se considera a los políticos y a la clase política como uno de los problemas más importantes del país. Tiene que ver con una dimensión de resultados, más que con una condena moral”. De nuevo, cuestión de costes y beneficios.
Fuente: RTVE
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